Por: Yajaira Freites.
Era una tarde ligeramente
asoleada cuando llegamos a Auschwitz. Veníamos de
pasar una intensa mañana en Cracovia, la cual habíamos recorrido en la primera
parte de la mañana en medio de una pertinaz lluviecita.
Como parte del tour se nos había dado la alternativa de quedarnos a merodear en Cracovia o tomar el autobús para ir a Ozcemín (Oświęcim), como los polacos suelen referirse a ese lugar de exterminio. Por eso, en el trayecto, estaba desconcertada de que la palabra Auschwitz no apareciera en los letreros de la carretera y manifesté a mis amigas de viaje mi inquietud por haber tomado el bus equivocado.
Finalmente llegamos. Fue sorpresivo cuando nos indicaron que podíamos bajarnos del autobús, caminamos sobre la grava del sendero que nos llevaba a ese célebre portón donde todavía está el letrero en alemán: Arbeit Macht Frei (el trabajo libera).
El ruido de las cámaras
fotográficas empezó escucharse. Nuestro guía nos dejo en manos de una joven
polaca, alta, pelo corto y con lentes que se disculpó en inglés con los que
hablamos en castellano por no hablarlo. No hacía falta, su hablar pausado y con
acento hizo que fuese fácil entenderla.