Los acontecimientos político-electorales con
los que termina el año 2012 en Venezuela y la incertidumbre que se cierne sobre
el destino personal del presidente reelecto, junto con las reacciones en el
ánimo de nuestros conciudadanos que esos hechos han provocado, obligan, a
quienes compartimos con muchos otros compatriotas la preocupación sobre lo que
le espera a nuestra sociedad, a volver la mirada sobre nosotros mismos como
nación para intentar despejar, de entre las marañas que nos rodean, un camino
más sosegado hacia el porvenir del país. En el 2013 venezolano vemos más
incertidumbres que certezas. Se palpa en todos los espíritus un estado de
perturbación general.
Quienes desde el ejercicio del gobierno
pudieran sentirse animados y seguros por los triunfos electorales del 7 de
octubre y del 16 de diciembre pasados, deben enfrentarse ahora al riesgo
probable –y al parecer inminente- de perder al líder único del “proceso
bolivariano”, guardián exclusivo y personal de la llave de la caja de Pandora
en donde no sin contratiempos se han guardado el orden y la disciplina internos
del chavismo, su cohesión como partido, el equilibrio entre los integrantes del
primer rango de seguidores de Chávez que entre si se sienten pares, la relación
entre civiles y militares, las motivaciones de las vinculaciones
internacionales y los verdaderos criterios conforme a los cuales se han
manejado los cuantiosos recursos de los que ha dispuesto Venezuela en los
últimos años. La perspectiva que se vislumbra es la de herederos en trance de
administrar y repartirse una herencia dejada sin testamento con la sola
excepción del reemplazante en la transición.
Y en cuanto al campo de las fuerzas opositoras,
la derrota en las elecciones presidenciales cuando se habían formado tan serias
expectativas de triunfo y, luego, el fracaso en los comicios de gobernadores y
consejos legislativos estadales, han empujado a muchos espíritus al callejón de
las penas sin consuelo y a otros tantos a alborotar el avispero de los cálculos
francamente subalternos a que con frecuencia conduce la orfandad de las
derrotas. La posibilidad de una nueva y pronta ocasión de optar por el poder,
lejos de llamar a la racionalidad y al sentido pragmático de sacarle el mejor
provecho al nuevo chance, ha desatado los demonios más repugnantes y
repudiables. Las fuerzas democráticas están emplazadas a buscar respuestas
inmediatas para retos que no pueden ser eludidos. Registramos en este momento
cuatro de ellos.
Primero, escoger al líder que habrá de
representarlas en la coyuntura de un nuevo proceso electoral presidencial,
perspectiva que el propio Presidente de la República planteó al designar a su
sucesor para ese evento. Honestamente creemos que el cuadro político actual
circunscribe el asunto al nombre de Henrique Capriles Radonski por las
siguientes cinco razones: a) haber salido su candidatura a la presidencia de la
República de una consulta a las bases democráticas que tuvo lugar hace apenas
diez meses; b) a pesar de su derrota, haber cumplido un papel en las elecciones
del 7 de octubre que todos le reconocieron como altamente encomiable; c) el
reciente triunfo en la gobernación del estado Miranda pese a haber sido
derrotado en esa entidad en las presidenciales, lo que demuestra que no hubo
desmoralización y que mostró una capacidad de recuperación envidiable; d) la
obligante circunstancia de que de producirse la falta absoluta del Presidente
de la República, la elección para cubrir
la vacante deberá realizarse en los 30 días siguientes, vale decir sin el
ámbito temporal requerido para pensar en fórmulas o métodos más o menos
complejos, y finalmente e) pertenecer al partido político integrante de la MUD
más votado en las últimas elecciones.
Segundo, examinar las razones del esquivo y
equivoco comportamiento electoral de los votantes frente a las opciones de las
fuerzas democráticas. Visto globalmente, es verdad que en el país se ha
configurado una correlación de fuerzas electorales más o menos pareja entre los
partidarios del gobierno y los de la oposición cuando se consultan las urnas,
pero completamente desequilibrada cuando la voluntad popular se traduce en
funciones de representación nacional, estadal o municipal. Sabemos del peso que
en ese desenlace han tenido y tienen el ventajismo del gobierno, la parcialidad
del árbitro electoral y las manipulaciones de las normas vigentes por parte de
entes administrativos y judiciales, pero eso no explica todo. Hay de por medio
una áspera y hasta ahora irreconciliable confrontación entre dos concepciones
del poder y de su ejercicio, una autoritaria y otra democrática, la primera de
las cuales considera que el poder conquistado borra la correlación electoral de
tal manera que el mandato recibido por la voluntad de una parte de los votantes
se toma como si fuera recibido por el querer de la totalidad de ellos, lo que
representa, objetivamente, el desconocimiento del juego democrático verdadero.
Tercero, evaluar
en profundidad y aceptar las consecuencias de esa evaluación, la manera como ha funcionado la unidad de las
fuerzas opositoras del gobierno, el principio que ha regido esa unidad y el que
debería ser su guía si se llega a la conclusión de que hay que lograr un
entendimiento capaz de corregir las fragilidades que se observan en la
actualidad. La historia de la unidad opositora a partir de 1999 ha pasado por
varias fases. A raíz del colapso de los partidos políticos en 1998 y, en buena
medida, por causa del sedimento dejado por las cargas de profundidad de la
antipolítica, el rol dirigencial de la lucha opositora fue tomado por las
fuerzas de la sociedad civil agrupadas alrededor de la Confederación de
Trabajadores de Venezuela (CTV) y FEDECAMARAS, a las que más adelante se sumó
Gente del Petróleo. Después del fracaso de la huelga petrolera y del intento de
golpe de estado del 2002, se integró lo que se llamó la Coordinadora
Democrática, una abigarrada agrupación de la mayoría de los partidos políticos
sobrevivientes junto a expresiones individuales o grupales de la sociedad civil
que en forma más o menos tumultuosa asumió la dirección de la oposición
nacional prácticamente hasta la reelección de Chávez en el 2006. Objeto de
infinidad de críticas, algunas francamente injustificadas, la Coordinadora se
evaporó, hasta que en su lugar apareció
la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) como una estructura interpartidista que
colocó a los partidos políticos, de nuevo, a la cabeza de la lucha contra el régimen establecido por Hugo Chávez. Pero la MUD, que sin la menor duda ha
cumplido desde su creación una reconocida performance política, particularmente
en el dominio electoral, y que debe ser mantenida, se ha movido en medio de
particularidades que muestran insuficiencias
que es necesario poner de relieve y corregir. Nosotros sentimos a la MUD como una
institución frágil y esa fragilidad tiene que ver, a nuestro juicio, con los
siguientes hechos: a) su existencia es el resultado de entendimientos entre
partidos que son pequeños o se han hecho pequeños, que difícilmente volverán a
ser grandes dado el grado de empoderamiento alcanzado por la sociedad civil y
que se comporta más como una federación de organizaciones regionales en los cuales
la perspectiva local dificulta tener una visión global, nacional, de la
política; b) A pesar de su permanencia de más de tres años, de contar con una
secretaría ejecutiva que se ha ganado el respeto de los partidos y de la
opinión pública democrática y de haberse dotado de unas normas más o menos
estables que regulan su funcionamiento, la perspectiva que mueve a la MUD es
coyuntural, electoral, y eso obliga a preguntarse si la saturación electoral a
que han sido sometidos los votantes a lo largo de los últimos 14 años ha
producido en el ánimo de muchos una suerte de fatiga política que los hace
repeler su participación en los procesos electorales juzgados menos
importantes, más cuestionados o frente a los cuales es baja la motivación. La MUD carece de una visión estratégica capaz
de trascender el hecho electoral y de proyectarse como una opción política de largo plazo; c)
el cemento que une las partes componentes de la MUD es, básicamente, el
antichavismo y no un proyecto nacional. Para utilizar una expresión de moda, no
existe en la oposición un proyecto compartido de país, lo cual, por cierto, no
es incompatible con la existencia de partidos con estructuras y concepciones
ideológicas diferentes pero que tienen el denominador común de ser
democráticos, y d) Finalmente, haber
hecho de la MUD una estructura solamente interpartidista, ha permitido que
aparezca eso que Francisco Suniaga llama la “oposición de la oposición” y que
una multitud de organizaciones de la sociedad civil criticas del gobierno y de
sus actuaciones orbiten en el vacío sin
orientación alguna. La unidad capaz de conducir a la sociedad a un triunfo
electoral, además de política debe ser social y, en virtud de ello, está
obligada a encontrar las fórmulas para que esa manera de ser concebida se
exprese organizativamente.
Cuarto, se ha avanzado bastante en la
identificación de la naturaleza del régimen que actualmente existe en Venezuela
pero se han hecho muy pocos progresos en la caracterización precisa de la
crisis que ha llevado al país a la situación en que actualmente se encuentra.
Este no es un asunto académico sino de la mayor relevancia política y por ello
nos ha parecido pertinente abordar la cuestión con más detenimiento en la parte
que sigue. Si llegáramos a ponernos de acuerdo en esta materia tal vez podríamos superar las barreras que
hasta ahora han impedido la formulación de un nuevo proyecto nacional y
evitarle a nuestra sociedad el destino de un largo período de incertidumbre y
desasosiego.
I
No es una novedad ni una originalidad sostener
que nuestro país vive, desde hace ya bastante tiempo, una honda crisis que
rebasa con creces los límites de lo económico y de lo político. Tal vez sea un
tanto más audaz sostener que los padecimientos actuales de Venezuela se parecen
más al trabajo de parto que lanza señales del alumbramiento de una
nueva época. Nuestros problemas actuales no comenzaron en 1998 y, por
consiguiente, no terminarán si se piensa que basta con poner fin electoralmente
al actual régimen político de Venezuela o esperar la muerte de quien lo
lideriza para que el país reencuentre la senda que extravió en las últimas
elecciones generales del siglo XX. Si los partidos políticos venezolanos, la
Iglesia, el empresariado nacional, las universidades, los distintos sectores
sociales del país, la intelectualidad más lúcida de nuestra sociedad y cada uno
de los ciudadanos que hoy formamos parte de esta nación de 30 millones de
almas, no somos capaces de darnos cuenta y aceptar las consecuencias de ese
acto de consciencia, de que Venezuela llegó al término de una etapa de su
historia, vamos a pasarla mal durante más tiempo del que todos desearíamos. De
acuerdo a nuestro modo de ver las cosas, el actual es un proceso del cual, como
ya ocurrió en otra oportunidad, puede quedar nuestra sociedad seriamente
maltrecha y postrada si no tomamos consciencia de la gravedad de lo que está en
juego y, por consiguiente, de la creatividad de la que hay que hacer gala y del
esfuerzo que hay que realizar para que el futuro del país no se convierta, otra
vez, en una incertidumbre secular. Pasemos revista a algunos hechos.
Al aproximarnos al último tercio del siglo XX
empezaron a manifestarse serias contradicciones y desencuentros en el seno de
nuestra sociedad a los que no les pusimos la atención debida. Esas
manifestaciones adoptaron formas diversas que pusieron de relieve, a veces
crudamente, las patologías sociales que enfermaban la estructura de todo el
cuerpo social.
El tablero de alarmas políticas fue el primero
que empezó a enviar señales. Las disensiones y divisiones internas de los
principales partidos se manifestaron desde comienzos de los años 60 pero
superado el cabo de los tres primeros gobiernos constitucionales posteriores a
1958, la ruptura, el relajamiento y la administración burocrática del pacto de
gobernabilidad suscrito en el 58 y la
pérdida de calidad intelectual de la dirigencia política nacional indicaban que el sistema democrático entraba
en una zona de riesgos. Recuérdese la alta votación lograda por el dictador
Marcos Pérez Jiménez ocho años después
de su derrocamiento; el aparecimiento de la abstención electoral, como fenómeno
malsano, a partir de 1978; el regreso de los radicalismos de derecha y de
izquierda a la lucha política nacional; la degeneración de los partidos en maquinarias
burocráticas clientelares manejadas ya no por dirigentes sino por directivos
burócratas que suscitaban, junto con el funcionamiento de otras instituciones
claves del sistema como el parlamento y el sistema de administración de
justicia, el rechazo persistente de la opinión pública nacional, animados,
estimulados y exacerbados, por supuesto, por quienes, a causa de la formas
adoptada por el nacimiento de la “República Liberal Democrática” guardaban
facturas históricas, y por quienes a la sombra de la democracia venían
nutriendo proyectos personales o grupales de poder al margen de los partidos
políticos. Poco a poco el escenario de la política se iba convirtiendo en
terreno abonado para la antipolítica.
En lo económico
el país sufrió, en la segunda mitad de los años 70 del siglo pasado, un serio
accidente del cual muy pocas personas sopesaron de inmediato su trascendencia.
Desde entonces y hasta ahora Venezuela no ha logrado superar la situación. Son
ya 35 años seguidos de dificultades. Según Miguel Rodríguez Fandeo, en los años
1977-1978 se interrumpieron “los resultados satisfactorios del proceso de
desarrollo venezolano desde los años cuarenta hasta (mediados) de los
setenta…derivados de la política económica implementada con sorprendente
consistencia en esas tres décadas”. Asdrúbal Baptista sostiene “que hacia los
años 1977-1978 el curso de la economía venezolana sufrió lo que, de primera
impresión, parecía solo un simple y convencional traspié. ¡Falsas impresiones!
Más pronto que tarde ese aparente parpadeo reveló su verdadero contenido y
mostró lo que llevaba adentro: un anuncio de que advenía un drástico cambio de
rumbo; una indicación cada vez más inequívoca de que habían concluido un tiempo
y sus formas económicas propias”. Y Orlando Ochoa sostiene que con la
producción petrolera en ascenso a partir de 1925 el orden fiscal creado no solo
se mantuvo a lo largo de varios gobiernos sucesivos, enfrentando todas las
crisis internacionales, sino que fue la base de 50 años de crecimiento
económico cercano al 6% interanual y una de las más bajas tasas de inflación
del mundo para 1925-1975. El desorden fiscal iniciado en 1974, continuado por
varios gobiernos, acabó con la trayectoria de estabilidad”.
La pérdida de la
brújula económica y los problemas políticos tuvieron un correlato
específicamente social. Al acercarnos al
final del siglo XX, la sociedad venezolana terminó superando los niveles de
pobreza que se habían reducido con las cotas de progreso que habíamos logrado
hasta los años 70. La población venezolana que había pasado de algo más de 6
millones de habitantes a cerca de 26 para ese tiempo; que terminaba la centuria
presentando una disminución de su tasa de crecimiento de 3.7% anual a menos de
2%; que comenzaba a hacerse vieja y que se concentraba casi totalmente en los
centros urbanos y mayoritariamente en el espacio centro-norte-costero del país,
al concluir los años 1900 presentaba un cuadro social inquietante expresado en
un porcentaje minúsculo de compatriotas que concentraba la mayor parte de la
riqueza y cerca de un 80% de venezolanos en estado de pobreza generalizada y
extrema.
Pues bien, todo
esto no puede ser reducido a un mero traspié institucional o electoral en 1998.
Este conjunto de factores y de fuerzas, en nuestra opinión, representan una
verdadera crisis histórica de la que en nuestro país solo encontramos
antecedentes en dos ocasiones. Subrayemos, en todo caso, que el calificativo de
histórico que estamos empleando no es un recurso para llamar la atención o una
exageración pedagógica sino una sopesada apreciación de los hechos.
Cuando en el
último tercio del siglo XVIII, en el decir figurado del historiador Manuel
Caballero, el imperio español “inventó” con el nombre de Capitanía General de
Venezuela el espacio en el que más o menos nos reconocemos hoy, el naciente
país debió acompañar al resto de la América en el largo proceso que terminó con
la independencia de estos territorios y que, en el caso venezolano representó,
hasta 1830, por sus extraordinarios aportes humanos, interminables guerras y
desolación. Esa fue nuestra primera gran crisis histórica de la cual quedó, a
todo lo largo del siglo XIX, una sociedad viviendo a salto de mata, sin instituciones
y sometida a la trágica e interminable rotación en el poder de quienes se
autonombraban generales y convertían a sus montoneras en “ejércitos” que para
sobrevivir solo tenían al alcance de sus manos el asalto y el despojo de los
escuálidos recursos del estado. En el último tercio del siglo XIX, después de
la experiencia guzmancista de traer, y
de beneficiarse con ellos, los primeros capitales extranjeros, de delirar en
medio de sueños de grandeza y de haberse prohijado conforme a cánones y ritos
diseñados desde el poder la primera gran oleada del culto bolivariano, el país,
que parecía ya no dar más, entró en un segundo período de crisis histórica de
más o menos treinta años de duración. La liquidación del caudillismo
decimonónico, la economía del café primero y luego la del petróleo, la
hegemonía andina, el establecimiento del capitalismo en Venezuela, el comienzo
de reinstitucionalización del país y la creación de un ejército profesional crearon
las condiciones para que junto a eventos internacionales ocurriera lo que en
términos de Germán Carrera Damas fue el tránsito de la República Liberal
Autocrática, que había alcanzado su plenitud bajo el dominio tachirense, a la
República Liberal Democrática. Este último hecho, ocurrido a raíz del 18 de octubre
de 1945, representó la primera experiencia verdaderamente democrática en
Venezuela que se prolongó, de más a
menos, salvo el interregno perezjimenista,
hasta 1998, cuando entramos de lleno en la fase culminante del actual período
de crisis.
II
A pesar del resurgimiento
del militarismo, de la exacerbación del rentismo petrolero, del colapso de las
organizaciones partidistas, de la ruptura de la paz social, de la violencia
delincuencial desatada y del empeño por establecer una geografía del poder
basada en la voluntad de un solo hombre, lo cierto es que por debajo de la
superficie de la Venezuela que observamos hoy es posible distinguir factores y
signos que permiten alentar la esperanza de que no estamos condenados
irremisiblemente al fracaso si se toma consciencia de las dificultades y de los
rasgos que las caracterizan.
En parte abiertamente y en parte de manera
subterránea y solapada, hay dos fuerzas que se mueven y que se enfrentan desde
hace tiempo en nuestra sociedad. La que vista hoy pareciera tener más vigor por
desarrollarse a la sombra del actual
poder político, a pesar de la fuerte hegemonía y del control que ejerce sobre
la vida pública, empuja al país hacia la ingobernabilidad. Esta tendencia se
expresa en el quebrantamiento total de la institucionalidad articulada a lo
largo del siglo XX, en la indisciplina
social creciente y en la alteración de los valores que se aceptaban como la
argamasa de la nación. La otra fuerza, que luce hoy más débil, es la que se
expresa en los partidos políticos que colapsaron en 1998 y cuya vitalidad de
antes no ha logrado reaparecer en las nuevas formaciones partidistas surgidas
desde entonces; la del movimiento sindical y gremial atomizado y arrinconado
por la acción oficial; la del empresariado engordado con los cuidados del
estado, y todos sin la consistencia ética que motiva el reconocimiento social.
Somos muchos los venezolanos que todavía hoy estamos esperando de esas organizaciones
una auténtica autocrítica, como lo llamarían los marxistas, o el examen de
consciencia y el propósito de enmienda como lo denominarían los católicos.
Tal vez esto no
se pueda hacer si no se produce una ruptura conceptual con la idea, más que con
la tesis, de que las urgencias políticas empujan a la oposición a salir cuanto
antes del régimen existente y como no se cuenta con un proyecto estratégico de
país, muchos piensan que en el camino se enderezarían las cargas. Las
coyunturas electorales se sortean, entonces, apelando, tal vez no
conscientemente a una simulación equívoca. Esta consistiría en asumir la deuda
social existente en el país con parecidos o los mismos criterios que han
llevado al gobierno, a imagen y semejanza del capitalismo-leninismo chino, a
vender la idea de un socialismo petrolero. La exacerbación del rentismo petrolero por parte del gobierno se basa en la
idea de hacerle creer a la gente que el repudiado y temido comunismo de antes
no era más que una estafa teórica que impedía, para favorecer a los poderosos,
utilizar los cuantiosos recursos que genera la industria petrolera para
hacerlos llegar a los pobres bajo la forma de ayudas monetarias de la más
diversa índole o de regalos en especie repartidos en la oportunidad de cada proceso
electoral. Y entonces, ha faltado entereza para decir abierta y públicamente
que las misiones alivian la pobreza pero que no la eliminan, o peor aún, que la
prolongan en el tiempo rodeándola de la falsa ilusión de que se está luchando
por la reivindicación histórica de los pobres.
Por supuesto,
esta manera de abordar la lucha por la edificación de una nueva democracia
minimiza o soslaya la cuestión ideológica que entonces se contenta con la
crítica superficial de las actuaciones del adversario pero sin afirmar los
valores propios. Y por esta misma praxis de la acción política se condenan al
olvido respuestas que son inaplazables. Por ejemplo, si se justifica moralmente
predicar la descentralización administrativa pero se conservan en las
direcciones partidistas la centralización política de las decisiones que
conciernen a la vida de los estados y de los municipios. O denunciar como
condenables pecados antidemocráticos la reelección indefinida de los gobernantes y la falta de
alternabilidad en la función pública mientras que se mantienen y respaldan
verdaderos feudos en algunos enclaves opositores y se prolongan indefinidamente
hegemonías partidista o personales. ¿Estarían los partidos democráticos
dispuestos a proclamar y practicar las elecciones abiertas para escoger a las
direcciones partidistas a todos los niveles y a los candidatos para todos los
cargos de representación popular, o limitar el tiempo que un dirigente puede
permanecer al frente de un cargo de la estructura interna y a permitir y
respetar sin interferencias, que no sean las derivadas de la vigilancia
ideológica o programática, el rango de autonomía organizativa de las secciones
de cada estado de la República?
Hablando
francamente, no nos hacemos demasiadas ilusiones con que el país democrático
pueda sortear el trance político actual de Venezuela confiando solamente en una
eventual elección presidencial a realizarse en 2013. Lo que ha ocurrido en la
República en estos últimos años es parte de un proceso que a estas alturas
tiene un cierto grado de complejidad y superarlo para edificar una nueva
democracia supondrá otro proceso, sobre todo si se toma en cuenta que la
inmensa mayoría de las fuerzas opositoras al actual gobierno han optado por la
vía democrática y constitucional para lograr sus objetivos lo cual supone
asumir la lucha en condiciones de desventaja con respecto a lo que el gobierno
se permite, pero ello le confiere a sus acciones una fuerza moral
incuestionable. Para entender la anterior afirmación piénsese entonces en los
siguientes hechos: hay un Presidente electo hasta el 2019; existe una Asamblea
Nacional cuya composición no variará hasta el 2016 y terminan de elegirse unos
gobernadores con mandato hasta el 2017. En estas condiciones es poco menos que
imposible pensar razonablemente en la reinstitucionalización de los demás
poderes y la renovación ética y profesional de las fuerzas armadas. Levantar
una República de clases medias que es la verdadera forma de ganarle la batalla
a la pobreza requiere crear las condiciones para operar una transformación
verdaderamente revolucionaria del país que consiste hacer que nuestra sociedad
deje de ser un mero producto del estado.
Pensando en la
democracia, esta transformación interna de las partes componentes de la
oposición venezolana, en especial de los partidos que integran la MUD, hará
falta sea cual sea el rumbo político que en lo inmediato tome el país. Con lo
cual queremos decir que no se nos escapa que el desenlace que puede conducir a
la superación del actual modo de conducir a Venezuela tiene el riesgo de irse
de las manos. En la hipótesis de que la sociedad venezolana tenga que ser
convocada para elegir a un reemplazante definitivo del líder del “proceso
bolivariano” y aún en el supuesto de que el candidato ungido salga victorioso
en la coyuntura electoral a la que obligarían las circunstancias, la coyuntura
a la que se enfrentaría Venezuela podría ser trágica. En efecto, en lo profundo
de estas aguas superficial y aparentemente
tranquilas por las que navegamos hoy los venezolanos apenas se disimulan las fuerzas profundas que,
liberadas, pueden terminar en un desastre. Por las características de este
régimen no ha sido posible que surja y se identifique lo que algunos
historiadores llaman metafóricamente un “número dos de primera”, alguien que
estando a la sombra o incluso actuando a la luz del día goce del
reconocimiento, siquiera interno, para manejar una corta transición cuando
falte el principal. No existe, tampoco, el líder colectivo, el “buró político”
o el “consejo de estado”, con la respetabilidad y el dominio requeridos como
para someter a un caballo partidista o social que se puede encabritar. Es que
en medio de la abundancia petrolera en la cual nada el gobierno, todos los
medios de comunicación registran a diario procesos objetivos de difícil
gobernanza en lo político, lo económico y lo social capaces de convulsionar a
toda la sociedad.
Mérida,
diciembre de 2012.
[1] Hemos solicitado
estas reflexiones al Dr. José Mendoza Angulo, luego de las elecciones del 16 de
diciembre pasado, con la aspiración de iniciar un proceso de análisis de los
resultados electorales y de los escenarios políticos y sociales que pueda vivir el país
en los proximos tiempos. Agradecemos la gentileza y generosidad del Dr. Mendoza
Angulo para dedicar su tiempo y
capacidad en estos días tan poco
propicios para el trabajo intelectual y esperamos que el trabajo sirva para ayudarnos a pensar
en el futuro inmediato y en las
tareas a desarrollar como ciudadanos comprometidos con la sociedad venezolana (HRC).
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