Desde tiempos coloniales la plaza mayor de Mérida (hoy Plaza Bolívar) era el lugar de mercado
los días lunes. Allí acudían pobladores de los campos
vecinos con sus cargas y cosechas a lomo de bestias. La plaza se convertía, cada lunes, en un potrero donde pastaban con toda
libertad no solo vacas, burros y mulas sino que “por
todas partes se conseguían marranos, perros, gallos,
gallinas, pizcos, patos y demás”, como afirma la crónica de la época. No era solo potrero, sino también circo de toros en los días
de fiesta nacional. El aspecto de la plaza era tan lastimoso (embostado y
enlodado) que la comunidad solicitaba la construcción de un mercado o la mudanza de aquel a un lugar más apropiado.
La municipalidad había previsto desde 1.876, bajo
el gobierno regional de José Muñoz Tébar, trasladarlo a lo que había sido el Convento de santa Clara –destruido por el terremoto de 1.812- y que ocupaba toda la
manzana comprendida entre las avenidas 2 y 3, entre calles 21 y 22. En mayo de
1.874 el presidente Guzmán Blanco expropia los bienes
de la Iglesia y por ende el Convento de las Clarisas, que para entonces se había reconstruido parcialmente.
Fue tan solo en el año de 1.895, durante la programación de actos para conmemorar el centenario del nacimiento del Mariscal Sucre, siendo presidente del estado Atilano Vizcarrondo, que el mercado estuvo terminado. Tenía unos 600 metros cuadrados de techo de zinc galvanizado que se apoyaba en 44 columnas de madera con tres entradas que daban a las Av. 2 y a las calles 21 y 22. En 1.924 al edificio le fue reparado sus cañerías, los desagües, sus techos y se le renovaron los pisos. Allí se realizaron las primeras proyecciones de cine en Mérida, pues el centro de aquel mercado servía para espectáculos culturales.
Fue tan solo en el año de 1.895, durante la programación de actos para conmemorar el centenario del nacimiento del Mariscal Sucre, siendo presidente del estado Atilano Vizcarrondo, que el mercado estuvo terminado. Tenía unos 600 metros cuadrados de techo de zinc galvanizado que se apoyaba en 44 columnas de madera con tres entradas que daban a las Av. 2 y a las calles 21 y 22. En 1.924 al edificio le fue reparado sus cañerías, los desagües, sus techos y se le renovaron los pisos. Allí se realizaron las primeras proyecciones de cine en Mérida, pues el centro de aquel mercado servía para espectáculos culturales.
A mediados de 1.940 aquel mercado estaba casi en ruinas,
por lo que el gobernador Hugo Parra Pérez decide reacondicionarlo.
Se encomendó al destacado Ing. Leopoldo
Garrido la ejecución de aquella obra realizada en
estructura metálica y madera. El remozado
mercado fue inaugurado en noviembre de 1.942 por el presidente de la República Gral. Isaías Medina Angarita lo que nos
da una idea de lo importante que era para los merideños aquella estructura que había
costado al gobierno regional 388.409 Bs. Era gobernador del estado el Cnel.
Juan de Dios Celis Paredes.
En 1.952 se le hicieron algunas modificaciones para
incorporarle un segundo piso que fue destinado -en principio- para la venta de
comida popular y almacén de mercaderías. Aquellos originales puestos de comida son los
primigenios de los que existen en el
actual Mercado Principal de la ciudad, pues sus descendientes
continuaron el arte culinario y prácticamente son el mismo menú de antaño.
Aquel mercado, de acuerdo a lo que reposa en los archivos
de la Alcaldía del Municipio Libertador,
tenía 20 puestos en la planta alta
(14 de comida), 33 en la planta baja central, 30 en los laterales, 13
quincallas, 18 tiendas de ropa y 53 en ambos lados del otrora Pasaje Tatuy. Este famoso Pasaje, que dividía la manzana donde estaba el mercado en dos partes asimétricas, era sitio obligado para la compra de carnes y
pescado de todo tipo. El mercado definitivo –el
mismo que se incendió el 17 de mayo de 1987 (hace
26 años)- ocupaba el área donde hoy día funciona el Centro Cultural
Tulio Febres Cordero.
Imposible escribir y hablar sobre aquel viejo mercado sin
evocar algunos recuerdos –por supuesto incompletos-
sobre populares puestos de servicio que fueron notorios durante toda una época. Recordemos que fueron más
de 100 años, 113 para ser más exactos de encuentro del campo y la ciudad, tiempo y
espacio para el intercambio comercial y social, el campesino, el ciudadano común, el religioso, el político,
hombres y mujeres coincidían en el mercado en búsqueda de noticias recientes, saber de los enfermos, de los
que salían de viaje o de los que
retornaban a la ciudad, las viudas a pedir consejos para sus inversiones. Cada
producto y cada vendedor tenían su lugar en el viejo
mercado.
Bien dentro de aquel mercado o en las calles adyacentes y
sus alrededores, recordamos varios destacados negocios: “El gallo de oro” de don Julio Sosa con su
venta de sombreros borsalinos y cobijas
de marca; la “Joyería Suiza” de Tomás y Ernesto Lenzo”; la tienda de artefactos eléctricos (La Curazao) de Marino Villamizar, La Gran Bodega
del español Solana, La Casa del Pueblo
de Efraín Peña y al lado, la marquetería
artística de Guillermo Contreras
que después su hermana Rosita la
transformaría en zapatería, luego el famoso Peppino y sus lujosos trajes. Todos por
la calle 22. Cerca de allí, frente a la farmacia Mérida de Ezio Carrero García,
donde paraban los carros que iban a Tovar, el simpático Rafael vendía sus sabrosas arepas de
chicharrón y la inigualable parrilla de
yuca con cochino. En aquella farmacia se conseguían
parches porosos, cataplasmas, píldoras del Dr. Ross, leche de
magnesia, sal de Glover y sal de Epsom, Iodex, Glostora, Tricófero de barry, Bell-Cream, Emulsión de Scott y cigarrillos Alas, Lido, Chesterfield, Fortuna
y el colombiano Piel Roja.
Por la calle Lora (Av. 2) destacaban: la venta de licores
de Faustino Barrios (aguardiente Motatán y ron Santa Teresa) y en la
parte alta Radio Universidad con don Orángel Dubuc desde 1950, la
quincallería de José T. Oquendo; la Casa Alicia
de las Prieto, Las Novedades de don Antonio Ramírez y Almacenes San Benito de Isabelino Pérez, la lencería de Ramón Ayssami y la
sastrería de don Luciano Rivas, el
bazar de Luis Paredes y el último barbero “de a bolívar” en la barbería Leticia del caraqueño Alejo Antonio Pérez. Melesio Rojas y su
surtido abasto, los almacenes Chama del español
Santiago “el bigote que vende”, las sabrosas barquillas (hechas en sorbetera) de
Marcelino Vielma que utilizaba fórmulas de don Mariano Picón Ruiz de principios de siglo XX, los alfondoques de la
canosa doña Teresa. Fidel Ramírez y sus artículos de aluminio, las
alpargatas de Luis Navas, las panelas de Antonio, los sombreros de cogollo de
Emiliano Maldonado, los trajes de Chicho Salas, la armería del Sr. Chipia, los cafetines de Cléber Angulo y Francisco Quintero.
Todo a Real y la juguetería
El Payaso marcaron un ciclo, la cava de Caledonia y la popular “mis cachetes” vendiendo pescado por la
entrada por la calle Lora. Por allí estaba Pildorín con su enferma pierna, su guitarra y sus alegres melodías o el puesto de venta de comida rápida en la esquina de las escaleras hacia el barrio Pueblo
Nuevo donde se ofrecían arepas fritas rellenas con
mortadela y plátano asado con queso “a real”. Las descendientes de Plácida invitaban guamas y dulces mamones de Ejido, el
afilador de cuchillos y navajas o el que vendía
“hielo del pico El Toro”. El Abastecimiento Municipal de Mercedes Avendaño y Olivo Contreras en la
parte alta del mercado donde se disfrutaban los sabrosos platos de Josefa; y la
recordada doña Anselma con su artesanía
de Los Guaímaros. Destacaban los abastos
la Concordia y La Reforma que administraba Félix
Molina, El Centavo Menos del viejo Paredes, los víveres
de Bonifacio Méndez, los móviles de madera de José Belandria que luego resultaría un cotizado artista popular, las muñecas de anime de don Hilario, Antonio Zambrano y sus ollas
de peltre, las piñas de Polonia Peña, por tan solo
nombrar algunos.
Recordamos al eterno fiscal de tránsito: el cordial José Ramón Molina.
Al final de la calle 21 el restaurante-bar El Argentino,
que regentaba el noctámbulo Alirio, ofrecía parrilla criolla a 3 Bs a
partir de las 9 pm. Tenía una sonora rokola Wurlitzer
(5 canciones por un bolívar), donde permanentemente se
marcaban A5 “Maldito cabaret” de Julio Jaramillo y B6 “Yo
no he visto a Linda” del inquieto anacobero Daniel
Santos. Aunque también escuchábamos a Leo Marini, Bienvenido Granda o Toña La Negra.
Un detalle importante era los Carritos para el mercado
fabricados artesanalmente por muchachos, una especie de carretas con ruedas
Rolineras, pero en forma de cajones en cuyo interior colocaban el mercado que
hacían las señoras y lo trasladaban hasta la propia casas vecinas. La
ciudad era aún pequeña y no había la profusa circulación de vehículos.
Y el añorado pasaje Tatuy, descrito por el joven cronista Antonio
Paredes Valero con precisión inigualable. Lleno de
recuerdos, habían puestos para carnes y
pescados que atendían con esmero y amabilidad
Francesco, Antonio, Santos y Giussepe Bálsamo Digoralino, Luigi y
Salvatore Casa, Poncio, Sopito Pavone y su socio Rodolfo Lanzelote (el pescado
más fresco de la ciudad), Francisco Cremona, Antonio Azaro,
Manuel Sbarren, los Giambalvo, Manuel Gallo, Arturo Méndez, Amadeo Peña, el pescado seco de Aniceto
Araujo y José Ramírez y otros puestos que alquilaba el ganadero Adalberto
González. Más abajo el sitio de lotería
de Felipe Alvarado, los sombreros de fieltro de Domingo Guerrero y el alquiler
de películas de María Eugenia Uzcátegui (películas portátiles de 12 láminas) -a locha- de Rin-tin-tin, Gene Autry, Hapolong
Cassidy o Roy Rogers, la Casa Silka de Ramón Jaimes y sus figuras de vírgenes, rosarios y santos. Don Ramón tuvo el primer equipo de sonido rodante, donde
perifoneaba en su camioneta ranchera verde Dodge (de los años ’50) para promocionar cualquier
evento de la Mérida de antaño. Como añoramos el guarapo fuerte de
Gerónimo Cuevas. Los fotógrafos ambulantes –donde destacaba don Rafael
Ibarra- con su tríptico y su balde de revelado
diagonal a la Botica Francesa del Dr. Bourgoin, el robusto negro trinitario que
vendía ricos tostones y José Faustino Angulo “caraquita” con su jaula y el lorito de la suerte, todavía anda por allí cerca de la Catedral y señala que tiene más de sesenta años en el oficio. Hasta el catire Bravo “el rey de los chalanes merideños” cotizaba allí sus amansados potros, según relata Mariano Picón Salas. Más allá los billares de Alizo en el “Casablanca”. Los hoteles Royal, el
Llanero, Bellavista, Central y los expendios de licores de Bernardino o Neftalí Ávila así como la Tacita de Oro de Michelle Cardinale Digruccio, al
lado del otrora Cineladia marcaron un espacio difícil
de olvidar.
Aquello era algo más que un lugar de compra y
venta, algo más que un viejo edificio, más que un sitio era un mundo de relaciones, sucesos, era
magia, carisma y magnetismo.
¡Cómo disfrutábamos aquellas barquillas de
mantecado –y a medio- de don Marcelino
Vielma!
[1]Versión resumida de la Conferencia
pronunciada en la Academia de Mérida y en el Hotel Escuela
Universitario Los Andes los días viernes 10 y sábado 11 de mayo 2013 respectivamente, en el marco de la
celebración de “Venezuela Gastronómica-capítulo Mérida”.
(*) Ver: García, Carmen Teresa; Gordones Rojas, Gladys y Meneses Pacheco, Lino (Editoras y editor) (2007): El Mercado principal de Mérida. Mérida, Universidad de Los Andes, Museo Antropológoico "Gonzalo Rincón Gutiérrez", Ediciones Bábanatá, Ministerio de la Cultura/CONAC, 92 pp. La foto del libro es de un mural de Lucrecia Chávez titulado: Para que no olvidar al antiguo Mercado Principal de Mérida. La foto interna del mercado es de Oswaldo Jiménez y aparece en la página 23 del libro en referencia.
(*) Ver: García, Carmen Teresa; Gordones Rojas, Gladys y Meneses Pacheco, Lino (Editoras y editor) (2007): El Mercado principal de Mérida. Mérida, Universidad de Los Andes, Museo Antropológoico "Gonzalo Rincón Gutiérrez", Ediciones Bábanatá, Ministerio de la Cultura/CONAC, 92 pp. La foto del libro es de un mural de Lucrecia Chávez titulado: Para que no olvidar al antiguo Mercado Principal de Mérida. La foto interna del mercado es de Oswaldo Jiménez y aparece en la página 23 del libro en referencia.
Por la entrada de la calle 21 a mano izquierda estaba la licorería del alta gama del gallego Bernardo Baamonde Teijido, el padre de la reina de las Ferias, Marisol. Bernardo fue el dueño del Bar Metropol, que por los años 1982 funcionaba en una parte de una casa vieja al frente a la Plaza Bolivar, donde hoy esta un almacén, la biblioteca Don Tulio y una notaria. La casa vieja fue quemada por unos árabes, para cobrar el seguro.
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