Humberto Ruiz
A Nelly…
Alejandro
supo la existencia de Álvaro Mutis
cuando leyó El General en su laberinto. La dedicatoria que hace el autor al
premio Nobel en el libro no hizo otra cosa que aguzar su curiosidad e
interés por el escritor quien agradece
al Gabo por la idea para hacerlo escribir la novela sobre los últimos días del
Libertador Simón Bolívar.
A
partir de ese momento, cada libro de Álvaro Mutis que cayó en sus manos fue
leído con gusto y hasta con devoción. Bueno, no todos. Alguno de ellos no
lograron entusiasmarlo y fueron abandonados al poco tiempo de comenzar su
lectura, junto a los cientos -quizás
miles- de libros que contenía la amplia
biblioteca, herencia de su padre. La inmensa biblioteca tuvo su origen en los
volúmenes que su abuelo y su bisabuelo –cada uno en su momento respectivo-
trajeron a lomo de mula hasta Mérida desde París al concluir sus estudios de medicina-. El
primero cuando clareaba el siglo XX y el segundo a mediados del siglo XIX.
Muchos de los libros estaban escritos en
francés o alemán. Por ello, salvo mirar
el año de publicación y la editorial, nada más le llamaban la atención, pues
los temas de su profesión estaban muy
alejados de los “incunables” de la añeja biblioteca, como erróneamente los
llamaba Alejandro.
Tenía
desde niño una extraña atracción por los libros. Le gustaba el olor que en la
biblioteca se percibía. Disfrutaba mirando las colecciones de libros que sabía
que eran o habían sido importantes, como
por ejemplo los tres ejemplares de los Manuscritos Económicos y Filosóficos de 1844
de Karl Marx, subrayados y con múltiples hojas dobladas que seguramente su padre había leído y estudiado con cuidado
en sus clases de Economía Política, cuando cursaba Sociología en la Universidad
de Caracas. O quizás, la colección de antropología de Anagrama,
que en uno de los anaqueles, ya
un tanto descolorida, reunía las obras clásicas de autores como:
Radcliff-Brown, Goodenough, Malinowski, Morgan, Levi-Straus, Godelir, entre
otros muchos.
Era
una biblioteca que nadie quería, a menos que se pensara en venderla para que
sus hojas fueran convertidas en materiales más útiles. Sólo Alejandro deseaba
esa biblioteca para mantenerla tal y como había crecido. Si le preguntaban no sabría decir por qué la
mantenía en su poder, pese a los
múltiples problemas que le generaba.
-No
sirve para nada sólo estorba-, le recordaba a cada rato Sofía, su esposa.
La cantaleta se exacerbaba cada semana cuando
debía ordenar a la mujer de servicio que le pasara el trapo para que la mugre no acabara con los
libros y los muebles del estudio.
Alejandro
estaba consciente que la biblioteca se había convertido en una dificultad por
sus dimensiones, lo antiguo de la mayoría de los libros, lo variado y
desactualizado de los temas. Pese a
ello, en sus tiempos libres, cuando el trabajo de la oficina le estresaba, se dedicaba
a curiosear y encontraba cosas que, en su más absoluta ignorancia de
ingeniero de sistemas, le parecían interesantes o le inducía a leer un ejemplar,
como el que le había despertado el interés
por los relatos de Álvaro Mutis.
-Nadie
en la familia quiere ese estorbo de libros viejos, ni siquiera para deshacerse
de ellos-, le increpaba con regularidad
su esposa.
-Además,
sigues maniáticamente comprando libros que, muchas veces tampoco lees. No
entiendo esa locura por esos estorbos que no te sirven para nada-, pontificaba Sofía. Dentro de su filosofía de
vida, inspirada por su formación de administradora, no tiene sentido tener
libros sin leerlos. Sólo estorban y mucho peor, hacen mugre.
Para
Alejandro, no leer un libro, abandonarlo con aburrimiento, rabia o
sencillamente por olvido, una vez
adquirido, era la venganza como lector frente
al escritor. Por el contrario, seguir
su lectura hasta el final era la máxima compensación, por el gasto incurrido,
junto con recomendarlo a quien estuviera dispuesto a escucharlo. Para
Alejandro, a pesar de los pocos desencantos con los libros de Mutis, como
lector impenitente de novelas y cuentos,
los personajes de Maqroll el Gaviero, Ilona y sus travesías por mares,
puertos y ciudades del mundo le
cautivaban. Compartía con el Gabo su
reconocimiento al escritor colombiano, tanto por su agradable escritura rítmica
y precisa, como por sus personajes.
El
estante de los libros que se ofrecían en El Ley de Cúcuta mostraba algo que
Alejandro no había leído: “La última escala del tramp steamer”.
La nota de la contraportada lo llevó, en una sola línea, del Báltico al Orinoco. La lectura que hizo
de la solapa del libro un poco a escondidas de Sofía le recordó la fascinación
del hastío por los amores perdidos, común en otras de las obras ya leídas de
Mutis. En este caso, acicateaba su curiosidad, el tema de la herrumbre de un
barco fatigoso que viaja por puertos insólitos y distantes. Es posible que en
ello también le acordase a la biblioteca familiar, literalmente cargada a
cuestas, pese al malestar de su esposa.
Todo ello fueron buenas razones para introducir el libro en el carrito
de las compras, como quien no quiere la cosa.
Acompañaron
al libro de Mutis, pantalones y pijamas para los niños, varias cajas de
bocadillos veleños para los abuelos, medias de nylon, pantaletas y sostenes para las tías y dos
botellas de aguardiente para el hermano diabético, entre otras muchas y
variopintas mercancías.
Los
viajes a Cúcuta habían sido frecuentes en el pasado –para Alejandro y
Sofía- quienes buscaban aprovechar la
fortaleza del Bolívar venezolano frente al Peso colombiano. Ahora las idas eran menos habituales. Sus
viajes al Norte de Santander se habían vuelto más raros y cada día eran más
cautos para iniciar un periplo terrestre de esta naturaleza, por los frecuentes
enfrentamientos entre el ejército y los paramilitares de los que, en más de una
oportunidad, habían sido testigos presenciales. El viaje de regreso nunca lo
hacían de noche sino a la luz del
día y sufriendo el tormento del tránsito
pesado, de las alcabalas, las requisas de la Guardia Nacional y el calor del
sol cucuteño y de la depresión del Táchira ya en tierra venezolana. En esta
ocasión, Alejandro y Sofía, tenían el
tiempo a su favor y lo justificaba el reciente pago de un proyecto de una
trasnacional explotadora del aluminio que había cobrado la compañía de Alejandro hacía poco. De tal
forma que, el tiempo y las ventajas económicas permitían un apacible fin de
semana en el Motel Bolívar.
Casi
cinco años habían trascurrido desde la formalización de su matrimonio. La
relación era sólida, acaso se la podría catalogar de estable y hasta rutinaria.
Muchos gustos y quehaceres eran compartidos entre ellos. Aún algo más, sus
satisfacciones eran complementarias, salvo ese raro placer por los libros de
Alejandro, en especial por los textos viejos. El viaje de fin de semana tenía la secreta aspiración de romper el rito
sabatino de las compras del mercado, la
lavada del carro, junto con el almuerzo familiar del domingo.
Ese
sábado en Cúcuta ocurrió algo alucinante. Alejandro descubrió en Sofía un gusto
especial por la lectura en voz alta, que para él resultaba penoso hacerla.
Le recordaban los ejercicios de sus
clases de castellano de primaria. De adulto siempre su lectura fue
silenciosa. La imaginación le hacía
trasmutar los personajes o simplemente convertirse en uno de ellos. Leer a viva voz lo intimidaba. Algo peor,
muchas veces debía regresar al comienzo del párrafo o del capítulo para retomar
el hilo de lo leído. Un verdadero
fastidio. Todo lo contrario le ocurría al escuchar la lectura realizada por otros. Era una sensación que le
llevaba a tiempos pasados y agradables, a las primeras épocas de su niñez. La
lectura en alta voz le recordaba los
rosarios del mes de mayo en el Colegio de los Jesuitas y los cuentos que en
esas oportunidades, el sacerdote vasco les narraba sobre la Guerra Civil Española, de la que
había sido testigo. También le recordaba los versos infantiles que le declamaba
su madre de memoria, antes de dormirse. De la escasa poesía que conocía eran
los únicos versos que podía recitar de memoria, los que había escuchado a su
madre. La lectura a viva voz le producía un sentimiento de seguridad, recogimiento y gratitud. Luego de ese día se
le agregó, en algunos casos, un grato sobresalto, profundamente erótico.
Ya no había
que más pedir o que más otorgar para transitar por una relación de
pareja que había dado todo y tanto, con gozo, sin remilgos ni aspavientos. Alejandro y Sofía habían pasado por la etapa de hacer “el amor una y otra vez, con la lenta y minuciosa intensidad de quienes no
saben lo que va a suceder mañana”, como
decía Mutis en su libro. Ya esa fase
había pasado sin tropiezos y se adentraban en las etapas maduras de la rutina
familiar y de las obligaciones profesionales,
para subsistir como clase media.
Hacían
tiempo para aprovechar la piscina del motel Bolívar, cuando Sofía preguntó a su
marido:
-¿Y
ese libro?
-De
Álvaro Mutis, sobre la historia de un destartalado barco y el amor del capitán
por su dueña, respondió.
Alejandro
comenzó a leer en voz alta las primeras líneas de “La última escala del tramp
steamer”.
-“Hay
muchas maneras de contar esta historia –como muchas son las que existen para relatar el más intrascendente episodio
de la vida de cualquiera de nosotros”.
Era
la invitación a leer una historia como la de ellos. Como la de todos los
mortales comunes: simple y trivial. Alejandro la miró intensa y
cautivadoramente. Le sonrió y con un gesto común en él, dejando ver sus dientes blancos y perfectos.
Sofía
lo observó con curiosidad y placer, con la misma mirada que lo había seducido
la noche que lo conoció. Entrecerró sus ojos verdes para recordar cosas
agradables del hombre, del compañero de sus últimos años. Era indudable que la
rutina del día a día le había difuminado en la memoria sus encantos. Sonrió y
sus labios carnosos dejaron salir las palabras que Alejandro recordaría por
muchos años, desde ese día:
-Déjame
leer, dijo con el aire decisivo, que tanto le gustaba, en particular cuando
eran cosas del amor.
Tomando
el libro en sus manos, Sofía inició una lectura suave, clara y sin
interrupciones:
-“Podría
comenzar por lo que, para mí, fue el
final del asunto pero que, para otro participante de los hechos, pudo ser el
comienzo…”, leyó Sofía el texto de Mutis, con voz calida, dándole una cadencia
especial como Alejandro supuso que quiso escribirlo Álvaro Mutis.
La
lectura continuó sin interrupción hasta media tarde, cuando se tomaron un
descanso para almorzar y luego reiniciarla hasta concluir el libro, cuando el cielo ocree anunció que las luces del día declinaban y
los gritos de la chiquillería en la
piscina se aplacaron.
Fue
una atmósfera de total entrega, que nada interrumpió, sin causar la más mínima
distracción sobre el relato. Fue como escuchar el agua de un riachuelo que baja
de la montaña, sin que nadie lo interrumpa, sin que nada lo detenga, sin causar
daños ni tragedias. No hubo rupturas, ni vueltas atrás para repasar una frase o
aclarar el sentido de una palabra. Fueron horas y horas en las que Sofía leyó y
leyó, sin detenerse, ni atropellarse.
Alejandro
extasiado escuchó los encuentros de Jon Iturri y Warda –los protagonistas de la
novela de Mutis. Encuentros que nada ni nadie detuvo mientras se amaron. Amor
que continuó por mares, puertos, ciudades distintas y lejanas, hasta el
naufragio del herrumbroso Alción en
la desembocadura del caudaloso Orinoco.
Ya
en la noche cuando se amaban con
reencontrada pasión, Alejandro comprendió, tal como lo dice Mutis:
“…
sólo existe una historia de amor desde el principio de los tiempos, repetida al
infinito sin perder su terrible sencillez, su irremediable desventura.”
Sofía,
a pesar de cautivarlo con su
lectura en alta, clara y cálida voz, siguió con su desamor por la voluminosa y
complicada biblioteca familiar, que
ahora tendría otro libro, que ya ellos habían leído.
O
mejor, que ella leyó y, en cambio, Alejandro sólo había escuchado.
Y,
para bien o para mal de su rutinario matrimonio: Alejandro dejó de leer y ahora
se empeñaba solo en que le leyeran…
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