Hace días me encontré a mi amigo, el de la felicidad (1), como siempre, sentado en el banco de una de las plazas de mi ciudad, la Mérida de Venezuela. Esta vez, les preguntaba a sus escuchas si conocían el nombre de: “Gamaliel”. Por supuesto, los venezolanos y en particular los merideños, que le hacían auditórium, no lo habían escuchado nunca.