He vivido una vida de espera, aguardando
Lo que no iba a llegar nunca (…)
R.B.F.
Acaso se equivocan quienes piensan que la figura y obra de Rufino Blanco Fombona es flor del pasado. Hoy cuando se cumplen ciento treinta y siete años del nacimiento del vate caraqueño (17.6.1874), su legado está más vigente que nunca: persistente lucha entre la inteligencia civil y la barbarie militar, constante denuncia de la norteamericanización del mundo, la adoración por Bolívar, consecuente militancia en las luchas en su país contra el despotismo caudillista. Extraña mezcla de poeta de finos versos con intelectual de lacerante prosa, este bravo ingenio jamás habría de pasar inadvertido. A Blanco Fombona le mordió durante toda su vida la pasión americanista, en páginas furibundas dejó plasmado su constante idealismo.
Quien no haya leído sus páginas de combate contra las dictaduras personalistas y bárbaras del castro-gomecismo (El hombre de hierro 1907, Judas Capitolino, 1912, El Hombre de Oro 1915), se pierde de comprender los oscuros y sutiles mecanismos del despotismo criollo.
Quien no conozca la profética denuncia del papel del imperialismo norteamericano en los sistemas políticos de nuestra América (La americanización del mundo, 1902), vivirá sin saber de dónde procedemos, ni adónde vamos. En política o en literatura, el criterio de Blanco Fombona fue estable. La filosofía o la poesía emanaban de sus nervios más que de su pluma. Igual componía epítetos autocríticos contra el imperialismo nórdico (en nuestros desórdenes canibalescos, el dilema de nuestro provenir es el siguiente: ser devorados por un león o por un centenar de ratas inmundas), como se expresaba con versos de artista errante (Somos la juventud, somos la poesía: la poesía, el perfume del ideal; la juventud, ánfora llena de amor). En verso o en prosa, se encuentra siempre el gesto del luchador. Su vida fue un combate, según la conocida frase de Voltaire. Mezclado en las luchas políticas de su Venezuela, tuvo que sufrir las naturales consecuencias: andar y desandar los caminos del destierro. Mirlo blanco de la nueva generación intelectual bajo el gomecismo, no se plegó a sus huestes; por el contrario, ejerció la crítica enfadada. Encarcelado en la temida Rotunda (1909-1910), salió finalmente al destierro hasta 1936. Época propicia para desatar su complejidad intelectual. Desde entonces se dedicó a combatir con su afilada pluma al siniestro Juan Bisonte, el asqueroso e iletrado patán.
Lo saben los hispanoamericanos más informados, la figura personal de Blanco Fombona es sumamente interesante; su labor mental fue múltiple y varia. Obras de política continental anti-yankee, folletos lacerantes y descarnados, colaboraciones útiles en las más interesantes publicaciones hispanoamericanas, amistad con las más pulidas inteligencias del continente, cultivo del cuento, la novela, la poesía, la historia, los retratos psicológicos. Como era de esperar, dedico vasta obra a la crítica literaria de su tiempo (El Modernismo y los poetas modernistas, 1929). Su admiración por Bolívar el hombre, más que por el héroe petrificado en el discurso del poder, fue notable. Sobre el Libertador escribió al final de su vida vibrantes obras (El espíritu de Bolívar: Ensayo de interpretación psicológica; La inteligencia en Bolívar, 1939; Bolívar y la guerra a muerte. Época de Boves, 1813-1814; Mocedades de Bolívar).
Atado a ese vehículo intelectual maravilloso que es la lengua de Castilla, se empeñó --al igual que los hombres de su tiempo-- en fundirla dentro de los moldes de la americanidad, aquellos que prefigurarían el pensamiento en nacimiento. Se trataba de conformar la Patria Grande. Si en América (El Continente de nuestra raza y nuestra lengua) había aparecido un hombre nuevo, debería esperarse también algo nuevo. Todos buscarían expresar aquella novedad. En su largo destierro, poco habló como miembro de un país determinado: literariamente no quiero ser de ningún país, sino del vasto mundo de la lengua española.
Blanco Fombona luchó no sólo la batalla política de la América española sino también su batalla lírica. Proclamó con la doctrina y el ejemplo –acaso sea este su principal legado—la libertad del pensamiento y de la expresión, joyas tan menoscabadas por la barbarie militarista del continente. Erudito y políglota, aventurero de viajes y de empresas de cultura como su Editorial (Biblioteca) América (Madrid, 1915-1933), dejó las impresiones de su vida –el mejor poema-- como en un diario íntimo, escritas con sangre y con lágrimas. Para Rufino, el mayor poeta es aquel que se expresa en actos notables, trascendentales. Como lo señalara su amigo y mentor el poeta Rubén Darío: muchas veces encontrareis en la boca de este león vivo, el panal de miel de que habla el versículo de la Biblia.
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