Un título poético para un libro curioso e interesante. El autor, Santiago
Posteguillo, se lo dedica a dos damas y a todos quienes aman los libros. Es
decir, a mucha gente. Pero, ¿serán tantos y lo leerá mucha gente?
Ojala
sea así, pues la vida de los libro solo es posible si se leen y tienen influencia en la lectura y la escritura de otros muchos.
Treinta son los relatos del libro de Posteguillo. Comienza con la defensa
que hace Marco Tulio Cicerón en el año 62 a. C. en el foro romano de su maestro
Archia, para evitar que lo expulsaran de Roma. Pero, el discurso se perdió durante mucho tiempo.
Solo fue en el 1333 que Francesco
Petrarca, lo encontró y lo rescató, en un monasterio de Lieja, al revisar un
montón de manuscritos que servían como
combustible para mantener prendida la cocina y
calentar el recinto.
Desde esa historia de Cicerón hasta el caso de
Isaac Asimov, el famoso difusor de la ciencia
y su muerte por VIH, que Postaguillo asume como un caso de justicia
poética, son muchos los relatos interesantes, curiosos y hermosamente escritos, recogidos en La sangre de los libros.
Son historias sobre libros, escritores
y las mil peripecias que viven los autores, muchas de ellas con
sufrimientos, “misterios y enigmas y, con frecuencia, sangre: la sangre de los escritores esparcida de forma silenciosa por entre las líneas de sus
libro”.
El libro de Posteguillo lo recordaré por dos razones muy personales. La
primera fue un préstamo que me hizo un amigo entrañable, a quien le había
obsequiado, nuestro trabajo: Ciudad de Libros, historia de Mérida
(2015). Él me recomendó el libro de Posteguillo, diciéndome: "sé que te va
a gustar." Sabiendo el tema de mi libro comprendo la razón de su
afirmación. De tal forma que se
agradece, pues debió leer mi trabajo. Lo segundo fue que leído el trabajo de
Posteguillo olvidé devolvérselo y lamentable ya no es posible hacerlo.
Hace unos días encontré La sangre
de los libros, ente mis muchos libros leídos, por leer y por releer.
Y lo tenía en mente para escribir una
reseña, que ahora escribo.
Comenté el libro de Posteguillo a otro apreciado amigo universitario. En su
caso me expresó su preocupación por no poder ver publicados algunos de sus
libros más recientes, ya escritos y listos para imprimirlos, pero sin
institución dispuesta a publicarlos.
Éste otro amigo me recordaba que muchas de las grandes obras intelectuales han
visto la luz muchos años después que sus autores se han retirado del mundo
de los vivos. Por ejemplo, Carlos Marx (1818-1883) vio el tomo I de El Capital, publicado en alemán (1867)
–posiblemente fueron muy pocos quienes lo leyeron en ese momento-. Sólo
muchos años después se publicaron, póstumamente, los dos tomos restantes de El Capital (1885 y
1894). Y en español fueron muchísimos años después que se editó el llamado
capítulo VI inédito. Todos esos libros debieron esperar muchos años antes que los intelectuales reconocieran el aporte que había hecho su autor y que otros destacaran la importancia
de la obra científica de Marx en el campo del pensamiento económico.
Otro caso interesante de la publicación de autores –ahora famosos y
reconocidos- en su campo disciplinario
fue el de Emilio Durkheim (1858-1917). Casi dos década después de su muerte se
publicó L'évolution pedagógique en France (1938). Mientras que
las Reglas del Método Sociológico
(1895) sí se publicó en vida del sociólogo francés. Pero, es sin
duda el primero, el que mostró el mayor valor del trabajo intelectual de
Durkheim, en el campo de la sociología de la educación. En español se publicó muchísimo décadas después como: Historia de la educación y las doctrinas pedagógicas (Madrid, La Piqueta, 1982).
Bueno, la reflexión con éste último amigo devino en que muchos trabajos intelectuales quedan
inéditos y otros sólo son reconocidos muchos años después de haber muerto sus
autores. Otros, tienen una suerte peor.
Sencillamente se pierden, entre los despojos de sus autores. Pero, no por todo lo anterior, quienes hemos
escogido la vida académica e intelectual, como nuestra forma de vida y de
subsistencia -ahora muy precaria, por cierto- vamos a dejar de escribir, de leer y de comprar libros. Aunque
quienes nos sobrevivan no sepan qué hacer con los manuscritos y las bibliotecas que hemos acumulado.
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