Por Liliana Rojas Ruiz
En mi única estadía larga en Choroní, Aragua, Venezuela, conocí a un personaje que aunque fue fugaz en mi vida, como dice la canción: dejó luces prendidas en el alma. Yo tenía poco menos de veinte años y como suele sucederme, fui por una semana y me quedé más de un mes.
Cuando Nando me invitó, vi en su mirada cierta seguridad en que yo jamás iría. Mi cara de niña mimada le hizo pensar que alguien tendría que llevarme. Aún me hace gracia recordar su rostro cuando me vió llegar la tarde de aquel viernes, me dijo divertido y asombrado que estaba loca, que además estaba llegando a la hora de las culebras. Me reí y le dije: supongo que también soy una de ellas, sin que eso cambiara mi buen semblante al verme en medio de la exuberancia del Parque Nacional Henry Pittier, lejos por completo de la muchedumbre carnavalesca. La segunda vez que lo visité, llegué de noche, sin linterna, a punta de chispazos de yesquero, llegué con un amigo desde Caracas, Nando no se lo podía creer, ahora lo pienso y aparentemente tengo talento para las llegadas sorpresivas...
Nando llegó de España joven, huyendo de las desgracias de la Guerra Civil Española, me encantaría que estuviese vivo para refrescar los detalles de sus historias de rebeldía. Vivió algunos años con una compañera en Caja Seca Estado Mérida, una negrita colombiana según indicó. No recuerdo con precisión cómo llegó a Choroní, pero estoy segura que
hechos como: la bonanza de la llamada “Venezuela Saudita”, las playas, los ríos, lo pequeño y encantador del pueblo, sumado a las negritas, y en este caso las negritas de Choroní, tuvieron bastante que ver en el hecho contundente de que ese señor no volviera a vivir en Europa.
Nando era arquitecto de profesión. Yo estaba estudiando historia del arte y en una de esas noches que me hospedó en su casa, en las cuales apagaba todas las luces para ver las estrellas, flotaba en el aire el olor a las hojas del limonero que infusionaban mientras él recordaba canciones, poemas y me contaba historias de su vida. Me dijo que era una aburrida porque me dio pena cantarle una canción. Eso me marcó, me dijo que nuestra generación estaba en la ruina, si no te sabes una canción, un poema o una historia de memoria para compartir con los amigos. Entre risas, esa noche llegamos a la conclusión de que el encuentro humano estaba muy degradado.
Nando fue un regalo de la vida, huí de la muchedumbre e hice un amigo único en su estilo. Cuando yo llegué a su casa Nando estaba con una lesión de hombro por estar cargando unos troncos para unas columnas. Resultó que mi compañía también fue bienvenida, además de ayudarle a aplicar sus pomadas, calenté para él cada noche una penca de sábila y las apliqué con árnica en su hombro. Cocinamos juntos, lo acompañé y lo ayudé a llevar los víveres del pueblo a la casa, me dijo en repetidas ocasiones que me sentía más afín a él que a sus propios hijos. Me ofreció que cuando encontrara marido podía construir mi casa en su terreno.
Una noche que lo acompañé a casa de unos conocidos de él, una mujer bastante intensa sugirió que teníamos algo más que una amistad. Él con antipatía le dijo que eso era ella que era una cabeza hueca y no tenía sesos para más nada, que yo era diferente. Aún recuerdo con gracia, lo que me dijo esa mujer después de observar toda la noche que de verdad mi energía estaba exenta de encontrar compañía sexual. Aparte, un poco apenada pero muy convencida me dijo: “eso cambia con la edad, mija a los treinta las mujeres tenemos otros intereses, uno entra en una calentura desatada”. Su comentario, a mi manera de ser, tan andina, esa franqueza de la gente del centro del país, se sintió un poco ordinaria, sin embargo fue tan honesto que se quedó en mi cabeza tantos años después.
Hoy recuerdo esos días mientras observo la única pintura que tengo de Nando, me la obsequió a propósito de una conversación que tuvimos sobre urbanismo. Yo con menos de veinte años, pensaba que hay que idear ciudades inteligentes y sustentables, él que me llevaba más de tres vueltas de experiencia, podía ser mi abuelo, decía que había que dar algunos pasos atrás, no construir ciudad alguna, volver a la vida más simple posible. Le pregunté si se refería a recuperar el sentido animal de integrarse a la naturaleza, él me contestó que sí, y quiso regalarme una pintura, que según él es un paisaje imaginario y apocalíptico; cerca de veinte años después, yo sigo sin ver ese paisaje así y pensando en esa vida simple de la cual hablábamos.
No tengo fotos de ese viaje, su rostro lo guarda mi memoria y supongo que lo único que uno conserva de verdad es la esencia de esos días juntos. Cuando veo las estrellas, a veces llegan a mi esos recuerdos de lujo: un buen amigo, una casa en la montaña a pocos pasos de un manantial para tomar baños revitalizantes de agua fresca y la playa a veinte minutos. Estrellas fugaces como su amistad, jamás las olvidaré.
Nota:
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(*) La fotografía ha sido enviada por la autora y es de la obra que le regaló Nando y a la que hace referencia en el relato. (HRC).
Gracias por el gesto tan inmensamente sensato de compartir una parte de la historia de Nando. Y de ese paisaje apocalíptico que se parece a Cepe en un tarde de Crepúsculo.
ResponderEliminarque bonita historia!
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