Por: Tulio Ramírez[1]
Hay acciones que definitivamente son injustificables y
que no pueden escudarse en esa sentencia tan manida por los sinvergüenzas y
vivarachos de siempre. Hay límites hasta en la política, pero esto no parece
preocupar a los socialistas del siglo XXI. Prueba de ello son los atropellos
cometidos en estos 16 años (…)
(…) El espacio nos quedaría corto para enumerarlos, pero
ha habido tres que desnudan la verdadera naturaleza de esta revolución.
Seguramente no coincidiré con algunos de mis pocos lectores, pero usted tiene
la oportunidad de escoger sus propios episodios, total son tantos que toda
lista quedará incompleta.
Comenzaremos de atrás para adelante. El caso del
desalojo en “Los Semerucos” el 25 de septiembre de 2003, fue quizás el inicio
de una secuencia de atropellos contra la población que no ha parado.
Ese día, piquetes de la Guardia Nacional arremetieron sin piedad contra mujeres, niños y ancianos para desalojarlos de manera violenta de sus viviendas ubicadas en un campo de PDVSA en la Península de Paraguaná, estado Falcón. El argumento esgrimido por el gobierno fue que “esas casas eran de la petrolera y no tenían porque estar habitadas por trabajadores que fueron despedidos como consecuencia del paro golpista”. Cualquier lector podría pensar que este desalojo fue legal ya que los trabajadores despedidos ya no tenían ningún tipo de relación laboral con la empresa, aunque para la fecha no se les habían pagado sus respectivas prestaciones sociales. Pero ese no es el asunto, aunque es bueno recordar que todavía hasta hoy, 12 años después, esos trabajadores no han recibido ni medio. Lo grave fue el asalto despiadado al filo de la madrugada y por sorpresa contra 130 familias indefensas. El atropello fue de tal magnitud que la Comisión de Derechos Humanos de la OEA abrió una investigación sobre el caso y dio 15 días al gobierno para que explicara el porqué de esa operación militar contra una población civil desarmada. Venezuela observó atónita esa agresión violenta, desmesurada, desproporcional e inmisericorde por parte de un gobierno vengativo y envalentonado, escudado en fusiles que fueron adquiridos para cualquier otra cosa menos para arremeter contra el pueblo.
Ese día, piquetes de la Guardia Nacional arremetieron sin piedad contra mujeres, niños y ancianos para desalojarlos de manera violenta de sus viviendas ubicadas en un campo de PDVSA en la Península de Paraguaná, estado Falcón. El argumento esgrimido por el gobierno fue que “esas casas eran de la petrolera y no tenían porque estar habitadas por trabajadores que fueron despedidos como consecuencia del paro golpista”. Cualquier lector podría pensar que este desalojo fue legal ya que los trabajadores despedidos ya no tenían ningún tipo de relación laboral con la empresa, aunque para la fecha no se les habían pagado sus respectivas prestaciones sociales. Pero ese no es el asunto, aunque es bueno recordar que todavía hasta hoy, 12 años después, esos trabajadores no han recibido ni medio. Lo grave fue el asalto despiadado al filo de la madrugada y por sorpresa contra 130 familias indefensas. El atropello fue de tal magnitud que la Comisión de Derechos Humanos de la OEA abrió una investigación sobre el caso y dio 15 días al gobierno para que explicara el porqué de esa operación militar contra una población civil desarmada. Venezuela observó atónita esa agresión violenta, desmesurada, desproporcional e inmisericorde por parte de un gobierno vengativo y envalentonado, escudado en fusiles que fueron adquiridos para cualquier otra cosa menos para arremeter contra el pueblo.
El otro caso es el de Franklin Brito. Todavía queda en el
recuerdo aquella infeliz expresión del ministro: “Franklin Brito huele a
formol”. Fue despojado de sus tierras por una revolución terrófaga.
Era lo único que tenia aparte de su esposa e hija. El gobierno observó
impasible como moría de mengua, en una huelga de hambre que no le hizo aguar el
ojo a ninguno de los representantes de esa revolución humanista y llena de amor
que nos tiene hasta la coronilla a la mayoría de los venezolanos. La agonía de
Brito fue objeto de risas, burlas y ofensas por parte del alto gobierno. Su
dignidad fue pisoteada al tildarlo de loco y extravagante. Llegaron a decir que
su petición no tenía ningún fundamento y hasta lo calificaron de chantajista,
poniendo en duda su honestidad e integridad como persona. Su muerte nos
atraganto un grito de indignación, pero dejo sin pantalones a quienes nunca
estarán a su altura.
Por último, y ojalá sea el último, es el caso de la Juez
María de Lourdes Afiuni. Su delito, haber cumplido con su deber de impartir
justicia sin hacer caso a presiones ni chantajes. El mandamás de la comarca la
echó a los leones de manera pública, haciendo gala del poder de su largo brazo.
La condenó a 30 años en cadena nacional. Lo demás fue pura formalidad. Las
instancias judiciales actuaron y cumplieron. No se le comprobó nada, pero
había que vejarla y humillarla. Debía pagar caro su atrevimiento. Osar
contrariar al Jefe no es algo de lo que se sale liso. Hasta aquí es
suficientemente grave. Pero lo que se conoció después ha merecido el repudio de
todo el país, salvo algunas deshonrosas excepciones. Fue violada y agredida en
las celdas del INOF. Pudimos enterarnos porque de manera valiente le salió al
paso a las infames declaraciones que intentaron desmentir tales hechos ante
instancias internacionales de Derechos Humanos. No sabría decir que causó más
estupor y rabia, la terrible historia de las agresiones recibidas o el uso de
pruebas falsas para tratar de echar tierra a los ojos de los caballerosos
funcionarios internacionales que se tuvieron que calar las groserías y la falta
de modales de la quien está llamada a garantizar la legalidad de los actos de
gobierno. Hay otros casos: los policías metropolitanos, Simonovis, los muertos
de Amuay con su “Show debe continuar”; la indiferencia ante los crímenes de los
colectivos, etc. Pero los 3 narrados aquí retratan en cuerpo y alma a una
revolución ruin y cruel.
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