Humberto Ruiz
Foto: H. Ruiz |
En Zea nació, a finales del siglo XIX, Alberto Adriani, uno de los más brillantes venezolanos del primer tercio del siglo XX. Desafortunadamente muerto en la plenitud de su juventud dejó importantes evidencias de sus inquietudes intelectuales y de sus ejecutorios como funcionario gubernamental, durante el gobierno de Eleazar López Contreras.
Frente a un nutrido grupo de estudiantes del Liceo José Ramón Vega y del Colegio Rita Mora de Barrios, y un importante grupo de profesionales universitarios que hacen vida en la población, nos tocó intervenir sobre la LEU y sobre las universidades venezolanas.
Iniciamos la intervención explicando el concepto de universidades clásico. Son instituciones que cumplen cuatro finalidades bien reconocidas. La primera es ser productoras de conocimiento científico, técnico y tecnológico, razón por la cual sus profesores tienen una formación altamente especializada y deben contar con recursos de infraestructura elementales para cumplir esa finalidad: laboratorios de investigación y bibliotecas actualizadas en sus áreas de especialización. No son universidades aquellas que adolecen de estas condiciones.
En segundo término las universidades forman profesionales con un bagaje, no sólo técnico sino científico, que les permite explicarse los fenómenos de sus áreas de especialización e intervenirlos para producir bienestar individual y social.
En tercer lugar las universidades deben estar conectadas con su entorno más cercano para que sean un espacio de estudio de sus problemas y de vínculo fructífero de conexión para incrementar el bienestar no sólo económico sino social y cultural. Haciendo que su labor académica, en cuanto producción de conocimiento y formación profesional, esté vinculado con su entorno.
Finalmente, la universidad es también un espacio para el debate fundamentado, plural y civilizado sobre los problemas de la sociedad global, nacional y regional.
Para cumplir las cuatro funciones antes indicadas, desde el siglo XI, la universidades han tenido autonomía para organizar su vida interna. Es decir, para establecer, con la menor ingerencia de los poderes gubernamentales, religiosos y económicos, sus investigaciones, sus programas docentes, para administrarse y escoger sus profesores y estudiantes, para darse sus normas de funcionamiento para organizar su patrimonio, para elegir sus autoridades.
El concepto de comunidad universitaria relaciona a los dos actores institucionales fundamentales que, en unidad, hacen posible las cuatro funciones anteriores. Es decir, sus profesores y sus estudiantes. Sin docentes no hay ni investigación ni docencia y sin estudiantes no hay formación profesional. Y con ambos es posible la extensión y el debate fundamentado y plural sobre las grandes incógnitas de nuestro tiempo.
Cada una de esas funciones, así como la autonomía para funcionar y la constitución de la comunidad universitaria, están establecidas en los primeros nueve artículos de la vigente Ley de Universidades de 1958-1970. Lamentablemente en la LEU no aparece claramente qué es una universidad y el concepto de educación universitaria incluye otras modalidades institucionales que no tienen por que cumplir con la totalidad de las funciones antes descritas. De allí que las universidades, en particular las llamadas autónomas, hayan lanzado su voz de alerta sobre la LEU aprobada, entre gallos y media noche, por una moribunda Asamblea Nacional, el pasado 23 de diciembre de 2010. Afortunadamente devuelta a la Asamblea Nacional por el Presidente de la República. Pero no por ello, ha expresado el Gobierno Nacional, o alguno de sus voceros calificados, que es necesario preservar ese concepto de universidad y de la autonomía que le es inherente.
No es gratuito que, desde el gobierno nacional, se hable de la educación universitaria y no de universidades. La distinción entre uno y otro concepto es fundamental y no debemos pasarla por alto.
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