Explicación (HRC): el 08 de marzo de 2023 fue incorporado como Miembro de Honor a la Academia de Mérida, el Dr. Rafael Cartay Angulo. Las palabras de respuesta estuvieron a cargo del Dr. Alvaro Sandia Briceño quien nos ha preparado un resumen de las mismas, que ofrecemos a continuación. Agradecemos la gentileza de Alvaro Sandia Briceño por preparar las palabras y permitir publicarlas aquí.
La imagen que acompaña el post es de un araguaney que hoy me ofreció su belleza cuando pasé a pie por el viaducto del mercado de Mérida. Como también son recuerdos de antaño estas vistas, decidí colocar la foto en el texto que ofrecemos.
Por: Alvaro Sandia Briceño.
Para los muchachos de mi tiempo, y de eso hace unas cuantas décadas, recordamos con afecto dos tradiciones arraigadas en nuestra Mérida de siempre: los pesebres y las hallacas que eran dos rituales en la casa de mis abuelos Hilarión y María.
Para hacer el pesebre y antes de que se iniciara la recogida de troncos para moldear las montañas que le darían forma y que se cubrirían con papeles de diferentes colores a los cuales se les rociaría mica, polvo abrillantado para avivarlas, se tenía la previsión, a comienzos de noviembre, de sembrar en potes a los cuales se les había colocado tierra lo que llamábamos “almácigos” y que consistía en sembrar arvejas, frijoles y cualquier otro grano que creciera rápidamente y en cuestión de semanas, porque con ellos se rodearía el pesebre para darle un tinte de verdor.
Se colocaban en el portal a San José y a la Virgen, la mula y el buey, se guindaba en un ganchito al Ángel de la Anunciación y se dejaba el espacio con algunas pajas para el Niño Jesús que solo se colocaría el 24 de diciembre a las 12 de la noche. Había pastores y ovejas en un tiempo de anime y luego de cerámica española, algunas casas y tal vez un puente que cruzaba un inexistente río. Musgo comprado en el mercado sin las restricciones ambientalistas de hoy y “barba e palo” de alguna hacienda cercana, completaban el pesebre. Los Reyes Magos iniciaban su viaje lo más lejano posible del portal y cada día, hasta el 6 de enero, avanzaban poco a poco en su largo peregrinar hasta la gruta de Belén donde entregarían sus regalos de oro, incienso y mirra al recién nacido.
El pesebre debía estar listo para los primeros días de diciembre. Además de los almácigos se colocaban algunos materos pequeños con plantas de hojas verdes. A partir del 16 y al culminar el rezo del Santo Rosario, se daba inicio a la Novena del Niño Jesús que debía terminar precisamente el día 24 al comienzo de la noche.
La hechura de las hallacas empezaba por encargar las hojas a nuestra Hacienda Quizná en Chiguará. Muchos diciembres, cuando pasaba allá algunos días de vacaciones después de haber salido de clases en el Colegio San José, vi como los obreros “asaban” en el patio del café las hojas cortadas en el cambural de San Miguel, en toscos fogones armados con leña seca de árboles de la finca. Luego les quitaban las venas y las acomodaban en paquetes envueltos con tiras de hojas de los mismos platanales que habían sido puestas a secar previamente.
Comprar los ingredientes de las hallacas suponía un recorrido por el viejo Mercado Principal de Mérida, el que estuvo situado donde hoy se ubica el Centro Cultural Tulio Febres Cordero y hace doscientos años el Convento de las Clarisas. Había que comprar carne de res, de cochino y de gallina, tomates, cebollas, cebollín, ajos, comino, ajo molido, ají dulce, pimentones verde y rojo, tocino, garbanzos, pasitas, vino tinto, sal, cubitos y un punto de azúcar para quitar la acidez, aceitunas con y sin hueso y alcaparras. La masa era un proceso lento porque había que “pilar” el maíz y con ceniza quitar la concha que lo cubre y hacerlo en anchos calderos de estaño. Este trabajo se preparaba con suficiente antelación para que estuviera listo para el día fijado, el 24, y las domésticas de la casa Concha o Chayo o Goya, todas lagunilleras, lo hacían con sobrada buena voluntad. La Harina Pan facilitaría esta tarea años después.
La abuela María nunca permitió que las hallacas se hicieran otro día que no fuera el propio 24 de diciembre y por eso se iniciaba el “rito de las hallacas” desde muy temprano. El día anterior se había preparado el guiso, crudo en la costumbre merideña, y el olor que desprendía hacía presagiar la calidad de las hallacas. En la cocina se organizaba la tarea y cada una, todas mujeres, sabían lo que tenían que hacer. Primero limpiar las hojas y colocarlas para extender la masa y a esta masa ponerle onoto para darle color, luego colocar uno por uno los ingredientes y los diferentes tipos de carne, de res, de cochino y de gallina, los adornos en los extremos (pasas, aceitunas, alcaparras), cubrir todo con la propia masa y finalmente cerrar con la hoja, cuidando de que estuviera bien apretada para que no le entrara agua. Lo último era amarrar la hallaca con pabilo, tarea esta que siempre estuvo reservada a mi madre. El fondo y los lados de la olla “hallaquera” se cubría también con hojas de plátano para que no se pegaran las hallacas a la olla. La cocción al fuego de leña en el patio del solar, costumbre que se mantuvo mientras la abuela María estuvo como el personaje de la novela de Gallegos, la “Mano Azcárate”, firme y erguida al frente de la familia, duraba no menos de cuatro horas porque el guiso andino es crudo. En otras regiones del país, donde el guiso se cocina antes, en dos horas debe estar lista la hallaca.
La Cena de Nochebuena era un acontecimiento familiar porque en la Mérida de mis tiempos, a los cuales me he referido, cada familia cenaba en su casa y eran los abuelos, hijos, nietos, tíos y sobrinos, los que se sentaban en la mesa, unos primeros y los otros después, en orden y por jerarquías. Antes se habían tomado algunos licores, whisky, brandy, ponche crema o “leche de burra”, pero en la mesa el acompañamiento era vino Chianti, italiano y a la hallaca, según los gustos, se le colocaba aceite de oliva casi siempre el de marca El Gallo, importado de Portugal, el pan era de “bola o de bolita”, y dependiendo del apetito del comensal, se repetía la hallaca porque era una fiesta de nunca acabar. El postre habitual en mi casa eran los buñuelos de yuca que tenían un nombre: “Buñuelos Beleneros”, porque se hacían con la ancestral receta de mi tía abuela Belén Sandia de Chiguará.
Estos son mis recuerdos de los pesebres y de las hallacas de mi tiempo. No han cambiado mucho las costumbres y seguimos siendo fieles a los que nos enseñaron los abuelos, que hoy tratamos de conservar e inculcar a nuestros hijos y nietos.
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