Foto: Archivo Fotografía Urbana
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Por Luis Ricardo Dávila
Miro el retrato, me detengo en el personaje, en sus rasgos corporales y en aquellos menos corporales como aquella trama particular de espacio y tiempo, la aparición irrepetible de una lejanía que se ha dado en llamar aura, e inmediatamente muchas personas aparecen precipitadamente en mi imaginación.
La imagen parece desplazar la distancia temporal. Aquellos casi noventa años que van desde 1927, fecha de su realización en el Estudio Baralt y Compañía, hasta nuestros días.
Al intentar escribir la primera página de esta sencilla historia se me ofrece a la vista un cuadro admirablemente ilustrador del disfrute de tan inocente pasatiempo, como lo es poner en palabras lo que significa y representa esta imagen.
Es que una fotografía no es importante sólo por lo que muestra, sino también por lo que no muestra, por lo que evoca, lo que aparece en la lejanía debe ser pensado e insertado en su contexto para darle raíz y rostro.
El tiempo que un retrato proyecta no está dado solamente por la figura, los atuendos, por la mirada, la pose y por los objetos que preserva. Ni el plano de la expression, ni el plano de la significación. Se trata de sacar a la superficie la historia que comunica la imagen, aquella que se hace presente por medio del lugar en el que ésta tiene su sede. Este retrato que a nuestros ojos de hoy parece una imagen integral, con una característica específica que se relaciona con su época, de aquella Venezuela previa a las luchas estudiantiles de 1928, tiene muchas historias que van más allá de la anécdota y la pose.
Personaje prístino, poco amante del oropel y de los himnos, gran escritor, mejor pensador, Mario Briceño Iragorry (1897-1958), vivió con inusitada fuerza y pasión la primera mitad del siglo XX venezolano. Fue problablemente uno de los intelectuales más respetados dentro y fuera del país. Estudió Derecho –como era la usanza-- pero se formó como historiador, cronista, literato y filósofo social de las ideas y de los hechos de la historia venezolana e hispanoamericana. Su presencia en el ámbito de la crítica histórica ha sido insoslayable por varios decenios. La razón, con todo, como lo muestra su aguda mirada, su impertérrita postura corporal, no se reduce a un conjunto de ideas eficaces que han iluminado diversos campos del saber –su nacionalismo crítico, su credo religioso, su influencia pedagógica, su interpretación de la cultura y del Estado, el abordaje del país desde la literatura-- sino que también habría de verificarse en la creación de una “voz”, que no se ve en el retrato pero se intuye, mediante la cual su pensamiento acerca del venezolano, la defensa de su historia, el alerta sobre su “crisis de pueblo”, delata fidelidad profunda y respetuosa a la revelación estética, a las bondades del pensamiento y de la reflexión sobre lo que somos y, particularmente, sobre lo que no hemos llegado a ser y el porqué no lo hemos alcanzado (“nuestro empeño de olvidar y de improvisar ha sido la causa primordial de que el país no haya logrado la madurez que reclaman los pueblos para sentirse señores de sí mismos”).
Detenidos ya sobre la adusta figura y sus tropicales prendas de vestir, dominadas por colores claros y parcos, voy espantando los ruidos de mi imaginación personal, para dejar aparecer esa conjunción de saber y de voluntad de expresion que es lo que hace de su labor, además de intelectualmente memorable, fidedigna: podemos creer en el pensador, en el crítico y en el escritor, incluso si alguna vez no concordásemos con él; podemos creer porque antes de la comprensión percibimos en su figura y en sus posturas el entusiasmo y la celebración del intelecto, de la obra imperecedera, del escrutinio eterno del mensaje –acaso sin destino-- de toda una sociedad, de sus instituciones, de sus memorias, de sus riesgos y desatinos. Escrutinio que se traduce en goce. Blancas y tersas manos que permiten al espíritu el acto de escribir, mostachos a la moda aún negros que no espantan la palabra sino que la modulan para mejor penetrar los escondrijos de una realidad social en formación y en discusión, el mayor conjuro para evitar la “quiebra de la cultura”.
La “Historia es el juego potencial del Estado, la Religión y la Cultura. El enlace de estas fuerzas hace el fin de los pueblos”, nos amonesta. Pero, hay más, su obra, como su fotografía, se caracteriza por una evolución de la estética colonial hasta las premisas más vanguardistas que abren paso a los ismos del siglo XX ("ninguna época histórica, en lugar alguno, puede estudiarse y comprenderse sin el conocimiento previo de las épocas anteriores"). En realidad este Mario Briceño Iragorry del retrato pausado, asentado sobre madera vetusta y fina, es uno de los promotores del cambio ideológico que se inicia a fines de la segunda década de ese siglo en un país signado hasta aquel momento por el atraso económico y el despotismo militar (¿cómo más puede ser el ejercicio del poder militar, si no despótico?) Semejante cambio supondrá para los venezolanos un nuevo proceso de ruptura que abrirá las compuertas de su historia a las novedosas posturas de masa, civilistas y democráticas, afectando profundamente sus relaciones sociales, éticas y políticas que llevarán directamente al nacimiento de lo que podríamos considerar, por comodidad del lenguaje, como la Venezuela moderna. Es este el testimonio silencioso que nos aporta el arte del retrato sobre personajes que como Briceño Iragorry, al estampar su imagen en el papel, reflejan los rasgos insondables de una personalidad, pero también las disputas y tensiones entre los grupos sociales y el advenimiento de aquellas ideas portadoras de nuevos presagios históricos. Acaso nos falte saber escuchar, saber leer o simplemente nos falte educar nuestra mirada de manera de comprender los códigos no sólo del personaje que posa, sino de lo que su mirada y su horizonte espiritual reflejan. En este punto, justamente, se hace verdad como nunca aquello que una imagen dice más que mil palabras, por los descubrimientos formidables que ella brinda. Pero esto es particularmente cierto para Don Mario, porque ese siglo XX, su “Hora Undécima”, fue además de masivo, el siglo de las imágenes.
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